Un equivocado criterio de elección
- José Gregorio Hernández Galindo
- 26 sept
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Por definición, por la naturaleza de sus atribuciones y por los efectos de sus decisiones, los jueces y magistrados deben ser -están obligados a ello- totalmente independientes, autónomos, imparciales, ajenos a cualquier compromiso o interés político, económico, familiar, de amistad o enemistad, deuda o gratitud con las partes o intervinientes en los procesos judiciales.
Si tales condiciones son exigibles en el caso de todo juez de la República, lo son, por excelencia y con mayor razón, cuando se trata de los magistrados de los altos tribunales -Corte Constitucional, Corte Suprema de Justicia, Consejo de Estado, Comisión Nacional de Disciplina Judicial-.
Es un principio elemental, que se deriva de la función misma. Quien es llamado a decidir no puede tener ni contraer compromiso de ninguna índole con los posibles, eventuales o directamente afectados por la decisión. Para eso existen las figuras de impedimentos y recusaciones, así como normas penales muy estrictas.
Hacemos énfasis en la autonomía judicial, subrayando en especial el de los altos tribunales y muy específicamente el de la Corte Constitucional, puesto que recientes elecciones de sus nuevos magistrados han sido tramitadas dentro de un criterio que ignora su naturaleza judicial y con total olvido de su primordial función, así como de la autonomía e independencia que le es propia.
La Corte Constitucional tiene a cargo, según se estableció en 1991, nada menos que la guarda de la integridad, supremacía y efectiva vigencia de la Constitución. Le corresponde fallar en Derecho. No es un cuerpo de naturaleza política, ni una dependencia del Gobierno, ni un órgano que pueda ubicarse como favorable u opuesto a una cierta tendencia ideológica o a normas del interés gubernamental o de sus contradictores. Es un tribunal compuesto por magistrados -titulares de las más altas atribuciones en la preservación de los valores y fundamentos democráticos esenciales que la Constitución proclama-, no por voceros del Gobierno o de sus detractores, ni por bloques, grupos, organizaciones o colectividades partidistas.
El punto de referencia de las decisiones judiciales proferidas por la Corte no es otro que la Constitución de 1991. Si, por ejemplo, declara inexequible una ley, un acto legislativo, un decreto dictado en ejercicio de facultades extraordinarias o en virtud de cualquiera de los estados de excepción, será porque, previo examen jurídico, los magistrados concluyeron que vulneraba valores, principios o normas constitucionales, debido a su contenido o al trámite de su aprobación.
Desfigurando el papel que desempeña la Corte Constitucional, se ha venido hablando de “bloques” de extrema derecha o de extrema izquierda, de amigos o enemigos de la administración nacional, de “pulsos” y “campañas” con incidencia en la votación. Se ha matriculado abusivamente a los integrantes de las ternas, con lo cual se los irrespeta. En vez de la imparcialidad propia de los magistrados, se parte de su parcialidad y se vota por ellos atendiendo a la supuesta inclinación política que se les atribuye.
Como se acaba de observar, la polarización política existente ha llegado a extremos verdaderamente inconcebibles, al punto de afectar no solo las relaciones entre las ramas del poder público -que deberían ser de colaboración armónica, como lo ordena la Constitución, para alcanzar los fines del Estado-, sino el normal funcionamiento de las instituciones, incluida la administración de justicia.
A tal punto ha llegado esa polarización que la reciente elección de un magistrado fue calificada como derrota del Gobierno y hasta generó una incomprensible crisis ministerial.
Con tan deplorable criterio de selección resulta afectada la institucionalidad porque se pervierte el proceso previsto en la Constitución y se desconoce la majestad de la administración de justicia en su nivel más alto.
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(*) Expresidente de la Corte Constitucional. Catedrático universitario

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