Saberes y sabores de Santa Marta
- Jorge Armando Beleño Crespo
- 22 abr
- 4 Min. de lectura
Este recorrido comparte olores, sueños y logros, pero, sobre todo, es una magnífica oportunidad para hilvanar historias de vida particulares y territoriales. Santa Marta guarda una parte importante de su historia en sus saberes culinarios. Los secretos de su cocina son verdaderos tratados de humanidad que curan el cuerpo y el espíritu. Al fin y al cabo, el acto de cocinar es un vínculo que asegura el encuentro entre la naturaleza y la cultura. La cocina es un ritual, porque alrededor de la mesa se tejen las historias de vida de los comensales y la comunidad.
La cocina de Santa Marta, en su esencia, es el reflejo de un cruce de saberes culinarios entre indígenas, colonos, inmigrantes y comunidades afro. Es, sin duda, un encuentro de prácticas y placeres que han tejido identidad. Comidas como el salpicón de pescado y el mote de guineo verde, junto con la sabiduría de mujeres que con cuidado y esmero preparan deliciosas viandas, y vendedores que recorren calles en medio de las características del clima tropical.
En cualquier lugar del mundo, cocinar es mucho más que el arte refinado de preparar alimentos y Santa Marta a lo largo de su historia tiene en la cocina un acto de reafirmación. Su cocina, con símbolos, sabores y saberes, revela distintas dimensiones de la experiencia humana. Allí la vida cotidiana se transforma en arte a través de cada ingrediente, de cada sabor, y hace de la necesidad biológica una satisfacción que trasciende hacia un plano social y espiritual.
En la infancia, aprendemos a reconocer sabores y a apropiarnos de nuestras comidas. Esa experiencia sensorial es para toda la vida. El mango verde y la grosella, por ejemplo, con sus sabores ácidos y sublimes, rememoran la época escolar, una metáfora de la niñez y la adolescencia. Los bolis de coco, de tamarindo y de corozo, con su frescura, evocan placeres inolvidables. Es un tesoro de sabor irrepetible, un recordatorio de secretos inesperados, encerrados en cáscaras resistentes.
En la adultez, las experiencias culinarias evolucionan. Revelan la madurez de nuestra conexión con los sabores y saberes. Las viudas de carne salá y de bocachico son, sin duda, símbolos de resiliencia y celebración. No sólo son comidas que nutren, son también presencia sublime que rinde homenaje a nuestro origen más remoto. Igual pasa con el salpicón de bonito, la cachorreta y otros peces que, con la sal de las playas samarias, se convierte en un vínculo entre el mar y quienes habitamos esta tierra.
Otro alimento ancestral que hay que cuidar bien es la mazamorra de maíz y guineo; con su espesor alucinante, alimenta y sustenta historias familiares, y es puente entre el ayer y el mañana. Lo mismo pasa con el aceite de tiburón, que es mucho más que un tónico: es la recordación de las generaciones que lo emplearon como alimento contra el cansancio físico y las enfermedades.
El orégano, una planta modesta y frondosa, se usa para aliviar dolores de oído, mientras que el ajo es usado al sereno como desparasitante. Las infusiones de toronjil, de limones y de canela, preparadas con esmero, son recetas de orden universal que acarician el cuerpo y el espíritu cuando hay fiebre. Son testamentos vivientes de la cocina que alimenta, pero también sana, cuida y protege.
Ante este escenario, hay que mencionar las verdaderas protagonistas de la cocina: las cocineras en Santa Marta, porque históricamente han desempeñado un papel fundamental e insustituible en la preservación del patrimonio culinario y la construcción de territorios. Sus saberes, transmitidos a lo largo de generaciones, expresan la diversidad cultural y la riqueza de nuestros ecosistemas.
A través de sus comidas, Santa Marta y el Caribe fomentan el respeto por los alimentos locales y las técnicas propias de cocina. Estas mujeres garantizan alimentos nutritivos y deliciosos y, también, contribuyen con la conformación de relaciones comunitarias sostenibles. Su trabajo es un testimonio de la conexión entre el territorio y la naturaleza, el cual convierte cada comida en una expresión de participación social.
En la cocina de Santa Marta, los vendedores estacionarios también son protagonistas de una cultura vibrante y en constante transformación. La voz que ofrecía morcilla dulce y salada, junto con el balde lleno de promesas del vendedor de mantequilla, no eran simples actos comerciales, sino tradiciones de la comunidad que fortalecen las relaciones sociales en los barrios y las calles.
Hoy, muchos de estos recuerdos han quedado en el pasado; algunos persisten y evidencian cómo la industrialización de los alimentos ha cambiado prácticas culinarias y hábitos de consumo. En otros tiempos, cada venta era una historia, una conversación, una forma de construir comunidad. Hoy apenas queda la carretilla del pan, el peto, las verduras, el pescado y, sobre todo, el guineo verde, un alimento importante que continúan nutriendo hogares, reafirmando memoria e identidad.
La mesa familiar de Santa Marta, donde se suele servir viuda de carne salá y salpicón de cachorreta, cojinoa frita, guineo, sancocho de mondongo y de gallina, arroz de pescao y de camarón, así como también agua de panela con hielo y limón, jugo de zapote, guanábana, corozo, carimañola y arepa dulce con anís en grano, es un escenario donde se entretejen las historias entre adultos y jóvenes, hombres y mujeres.
La cocina samaria es símbolo de resiliencia y consciencia, en una ciudad que sigue latiendo cerca del fogón, resultado del cuidado y dedicación, en medio de la adversidad que persiste. Las preferencias culinarias constituyen, más que el placer de una deliciosa comidas, una medicina ancestral. Es una exquisitez a la boca para recordar hoy, el pasado de quienes nos antecedieron.
*Antropólogo, magíster en Criminología y Profesional Tech en Cocina
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