Quienes se fueron sí nos alcanzan.
Aquí donde quien recuerda vuelve y tiene; aquí donde todo culto sigue vivo, los muertos me hablan. Digo esto como si ustedes no supieran de México. Como si ustedes no quisieran revivir a los suyos como aquí lo hacen. Como si a mí, entre todos los turistas que visitan, me hubieran escogido para susurrarme cosas. Voy a atreverme a contárselas para ver si entre todos creemos en algo.
Este es el lugar que más he visitado. Me alcanza una mano para contar las veces que he vuelto y quizás por eso, si cierro el puño, creo que me lo quedo. He llegado a la conclusión de que las ganas de guardármelo en el bolsillo vienen de querer encontrar un comienzo. Cómo no, si aquí se parió el continente, el mestizaje, el idioma, la religión en la que no creo, pero de la que aún así me cuelgo cadenitas.
Y entonces uno va y se pierde en las calles de Ciudad de México, y con sólo equivocarse de cuadra, uno está ahí, metido en la inmensidad de la Historia. Vayan ustedes y visiten la Villita para que se den cuenta: bajando de la Capilla del Cerrito se extiende un muro con las cabezas del dios Quetzalcóatl. No lo duden, uno está entre ambos mundos porque ahí mismo se alzó el templo de Tonantzin, la madre de todos los dioses según los mexicas. Cuando llegaron, los españoles destruyeron el templo y sobre el mismo cerro hicieron la capilla. Se dice que durante la conquista, la deformidad de la viruela en las caras de los indígenas los dejó tan desamparados que creyeron que sus dioses los habían abandonado. Se dice que cuando la Virgen de Guadalupe se le apareció al indio Juan Diego, le habló en náhuatl. A pesar de todo lo que cautiva estar en el cerro y ver tan de cerca el sincretismo por el que hoy estamos aquí, cuesta no tildar de desalmada a la Historia. Tantos dioses rapados, semejantes civilizaciones acabadas, el prodigio flotante de Tenochtitlán hecho polvo. Pero sigan ustedes caminando por cualquier calle de la ciudad y se van a embriagar con la misma fascinación que privó y sentenció a Cortés.
Así iba yo corriendo por el parque de Chapultepec cuando de pronto se me puso enfrente el busto de sor Juana Inés de la Cruz. Frené, obvio. Me quedé sin aliento. Ella lo hizo adrede... obvio. Casi me arrodillo, pero no quise faltarle al respeto. Si sor Juana Inés se enclaustró no fue por santa ni porque Dios la llamara. Más bien, la llamó su condición de mortal, el hecho de ser mujer y querer escribir. En pleno siglo XVII, el castigo de no ser hombre y la rígida organización social condenaban a que perteneciéramos a ellos en matrimonio, o a Dios en la fe. Lo único que Juana Inés le pidió a su tiempo fue que la dejara encerrarse. Que la dejara encerrarse para pensar, leer, escribir y volver a pensar. Así lo hizo. Una vez profesada monja, versó en castellano, latín y en náhuatl, cómo no. Con una colección de cuatro mil volúmenes y más de 500 obras escritas, sor Juana Inés de la Cruz hizo de ese pedacito de celda su eternidad. Nadie pudo estar más cerca de la fe que ella.
Lo que hizo se me ha clavado tanto en la cabeza que me pregunto si sor Juana esperaría que más mujeres hiciéramos lo mismo. Porque es que, ¿cuántas veces yo no me he encerrado en armarios para leer en paz? ¿Cuántas veces no me he enclaustrado con los audífonos a tope para ver si la realidad me deja, y así solo pueda pasar y pasar páginas? El hecho de que ella me frenara en seco fue como si me diera su bendición. A la espera estoy del convento que me acepte. Y si preguntan por mi devoción, les diré que fue a mí a quien se le apareció sor Juana Inés de la Cruz.
En todas estas, los chilangos me dijeron que las apariciones en la ciudad no son fortuitas. Que, de noche, en las estaciones de metro, los pasajeros caminan y caminan hasta que de pronto se ven rodeados de gente de otros tiempos. Que dizque con corsés y sombreros. Me pregunto para qué tanto cuento si con abrir un libro a todos nos pasa lo mismo. ¿O acaso leer a un autor fallecido no es revivirlo para hablarle?
Aun así, yo a los chilangos les creo: quienes se fueron sí nos alcanzan. A mí me pasó cruzando el Ángel. La niña que iba por la cebra era igualita a una prima que murió. Ella falleció a los 36, pero en esa chiquita yo vi la misma cara de la niña que fue mi prima. Tenía sus cejas gruesas, las pecas igual de regadas, el pelo también hasta la cintura. Entonces sí me fui a otros tiempos. Estábamos de nuevo reunidos en la sala. Mis tíos sacaban fotos para luego contar sus historias. Para nosotros los álbumes ahora son los nuevos libros. En las fotos siempre vamos a tenerla.
Cuando regrese a México quiero hacerlo con un libro debajo del brazo. Quiero que la Historia siga tocando mi historia. La que vaya leyendo y la que haga en sus calles. Hago la promesa pensando en la muchacha que no alcanzó a esperar el semáforo. El conductor no la vio, pero los pasajeros sí la sentimos. Su parada era Teatro del Pueblo. Con eso sé que la ciudad también quiere prometerle una historia. Aquí la recuerdo como bien sabe querer su gente. Aquí le dejo un relato para que ella llegue a donde quiera.
*Graduada en Actuación para cine y televisión de la Universidad NYFA. Estudiante de Narrativas Digitales de la Universidad de Los Andes. Creadora de contenido literario en Youtube y otras plataformas.
Qué escrito más hermoso, me transportó a México y sus calles!!
Gracias por compartir esta increíble forma de escribir Cami, entre todos tus artes no conocía este y cómo todos es simplemente deleitable💜💜
Que hermosa manera de escribir Camila❤️, yo que nunca he estado en Ciudad de México, por un momento me sentí ahí.
Que poder de expresión tan maravilloso ✨
Que cantidad de magia en cada una de las palabras de este artículo 🫶🏻