Para existir, cuatro paredes.
- Camila Echeverri Duarte

- 20 sept
- 3 Min. de lectura

La casa, además de ser la extensión de nuestro sentir, nos reconoce y por eso mismo, nos dicta. Todos los objetos que ahí vamos guardando, no importa si están colgados o bien metidos en un cajón, apuntan a la misma dirección: nuestros intentos, la ilusión de cuánto nos pasa.
Llevo muchas columnas contando que me fui lejos de casa, tan lejos que no puedo entender las señales de tránsito, los avisos, las vallas, ni mucho menos lo que dicen y dicen por los altavoces en la estación de metro. Llevo todo este tiempo llegando a cualquier lado gracias a una memoria terca y a la convicción empedernida de seguir refiriéndome a donde vivo como "mi casa".
La primera fue donde cuidé a los niños de una mamá soltera. Mi cuarto estaba debajo de una gran escalera de madera y cuando no madrugaba para despacharlos al colegio, me despertaba la estampida que subía y bajaba por juguetes. La mamá llevaba dos años de un tortuoso divorcio que, como a muchas mujeres, la dejó en la misma casa donde fue traicionada; la casa donde alguna vez quiso hacer familia. "Me quedo porque no quiero quitarles los recuerdos a los niños", me dijo. Pero sí quitó de las paredes todas las fotos juntos y en su lugar, alzó un mural lleno de cuadros de supermercado y carteles con tacones, labiales y bolsos. En los posters se leían cosas como: Nueva York, Milán, París, o en mayúsculas, Vogue. Pero cada uno de los cuadros los puso ella sola, clavo a clavo, de piso a techo.
La casa, además de ser la extensión de nuestro sentir, nos reconoce y por eso mismo, nos dicta. Todos los objetos que ahí vamos guardando, no importa si están colgados o bien metidos en un cajón, apuntan a la misma dirección: nuestros intentos, la ilusión de cuánto nos pasa. La suerte que nos ha tocado queda marcada en nuestros objetos y cuando por fin queremos ser otros, ese inventario de nuestra existencia augura más de la cuenta. Es inevitable, nos atraviesa la memoria.
Cuando terminé de trabajar con la mamá y sus pequeños, cuidé de mascotas a cambio de hospedaje. Mientras los dueños viajaban, tenía una casa entera para mí sola. Así roté por varias hasta que llegué a la de un recién viudo y sus dos gatos. Él y su esposa los adoptaron en Brasil, pero a pesar de las 14 horas en avión, no dudaron en traerlos. Él es un meteorólogo importante. Ella fue diseñadora gráfica. La suya, una casa para los creyentes en la ciencia, el arte, la música, la antropología, el feminismo, los vinilos y el buen vino. Los gatos se escondían entre pianos y guitarras, libros y muchas cajas. Ella había muerto hacía 6 meses, él seguía empacando sus cosas.
Es entonces cuando la casa queda como la única confirmación de nuestra existencia. Tanto porque ahí se acumulan todos los objetos testigos de nuestro tiempo, como porque la casa es a donde siempre regresamos. El lugar definitivo para que lleguen, usados y rendidos, los recuerdos de quienes fuimos ese día y todos los anteriores.
De una u otra forma, habitamos la casa para habitarnos. Nuestros baños nos aseguran un reflejo, por eso nos llenamos de cuidados. Nuestros comedores, por su parte, reúnen el asombro y el gozo como si nunca antes hubiéramos comido ese plato y fuera la primera vez que nos deleitamos así. Sentirnos llenos es también recordar quiénes hemos sido. Y luego, por supuesto, están nuestros cuartos, la cama que compartimos, el pedazo aparte de todo lo que pasa afuera. Juntos, la muerte nos da un poquito de tregua.
Aún así, en caso de tener suerte, en nuestras casas moriremos. Habrá una cama que siempre reconoció nuestro peso; una ducha y la misma agua que tocó todos los cuerpos que tuvimos. Ojalá, una mesa con libros dedicados, subrayados, o una agenda con muchas notas. Todas las palabras necesarias para hacerle justicia a nuestros recuerdos.
*Estudios de Redacción creativa digital. U, de los Andes. Estudios de actuación en Los Angeles (California). Docente Online en enseñanza de inglés.

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