Obstrucciones indebidas
- José Gregorio Hernández Galindo
- 26 mar
- 3 Min. de lectura
Lo que se ha venido practicando durante los últimos años en el Congreso de la República -ante todo, por causa de la polarización política existente y por un equivocado concepto sobre los derechos de la oposición- es exactamente lo contrario de lo que prevé el artículo 133 de la Constitución. La sola lectura de su texto, confrontándolo con la realidad, es suficiente para entenderlo: “Los miembros de cuerpos colegiados de elección directa representan al pueblo, y deberán actuar consultando la justicia y el bien común. El voto de sus miembros será nominal y público, excepto en los casos que determine la ley.
El elegido es responsable políticamente ante la sociedad y frente a sus electores del cumplimiento de las obligaciones propias de su investidura”.
Es evidente que muchos congresistas no tienen claro lo que significa representar al pueblo. Algunos, ni siquiera representan a quienes votaron por ellos, pues, una vez elegidos sobre la base de un ideario y de unas propuestas, han cambiado su orientación política, enderezando su función a contradecir y frustrar cuanto pregonaron en campaña.
Eso de actuar “consultando la justicia y el bien común” es pura teoría. Lo que se consulta en muchos casos es la conveniencia personal, el interés burocrático y hasta la corrupta recepción de dinero, que en la actualidad investiga la Corte Suprema de Justicia. Además de la responsabilidad penal -cuando haya lugar a ella-, debería configurarse esa responsabilidad política “ante la sociedad y frente a sus electores”.
El Congreso, según los artículos 114 y 150 de la Constitución, es el titular de la función legislativa y, de conformidad con el 374 y siguientes, puede reformar directamente la Constitución mediante acto legislativo o dictar las leyes que lleven a la convocatoria a referendo o asamblea constituyente.
No necesitamos profundizar demasiado para comprender la enorme importancia de esas atribuciones, que el Congreso debe cumplir con toda libertad e independencia. Su consagración tiene un profundo arraigo democrático y constituyen la mayor dignidad y una gran responsabilidad en cuanto a la creación y modificación del ordenamiento jurídico estatal en sus más altas jerarquías, para la realización del Estado Social de Derecho.
Para el cumplimiento de esas funciones, tanto la Constitución como la Ley 5ª de 1992 -Reglamento del Congreso- contemplan los procesos legislativos y establecen unas reglas que son de obligatoria observancia. De su correcta observancia depende la validez de los actos correspondientes.
Entre esas reglas están las que exigen, para la válida aprobación los debates que han de tener lugar durante las sesiones de las cámaras y de sus comisiones permanentes.
El debate implica que, antes de votar, los miembros de las comisiones y cámaras discutan, intercambien ideas y opiniones, formulen interrogantes, busquen consensos, lleguen a conclusiones, para decidir sobre esas bases.
Como lo sostiene la Corte Constitucional, la votación “no es cosa distinta de la conclusión del debate, sobre la base de la discusión -esencial a él- y sobre el supuesto de la suficiente ilustración en el seno de la respectiva comisión o cámara. Es inherente al debate la exposición de ideas, criterios y conceptos diversos y hasta contrarios y la confrontación seria y respetuosa entre ellos; el examen de las distintas posibilidades y la consideración colectiva, razonada y fundada, acerca de las repercusiones que habrá de tener la decisión puesta en tela de juicio. El debate exige deliberación, previa a la votación e indispensable para llegar a ella”. (Corte Constitucional. Sala Plena. Sentencia C-222 de 1997)
Ahora bien, para que haya debate debe haber sesión, oportunamente convocada e instalada y verificado el quórum deliberatorio respectivo.
¿Qué viene aconteciendo, inclusive respecto a proyectos de ley o de reforma constitucional de gran trascendencia? Que congresistas opuestos a las iniciativas, en vez de dar la discusión, con argumentos, respeto y responsabilidad, resuelven no asistir, haciendo imposible el quórum, o deciden retirarse, con el objeto deliberado de romperlo e impedir la sesión. En otras ocasiones, con el mismo propósito, la presidencia posterga el debate o levanta intempestivamente la sesión. Y, como se ha visto con importantes iniciativas, hunden los proyectos, mediante archivo, sin el más mínimo debate.
Son irregularidades que, además de obstruir la función del Congreso, lo avergüenzan. El Congreso no delibera. No ejerce, como debería, la representación del pueblo.
Exmagistrado de la Corte Constitucional. Profesor universitario.
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