¿Lo que nos pasa es correspondencia o podemos encendernos con cualquier cosa, en cualquier parte, y no añorar quedarnos?
Estoy a punto de dejar la ciudad que uso para decir “siempre”, “yo”, mi nombre y todo lo que es sinónimo de “mío”. Aclaro: no me voy de Bogotá porque me haya hastiado, ni decepcionado, ni superado, ni robado, ni ninguno de esos ados que la gente usa para irse de aquí. No. Me voy de Bogotá porque fue ella la que me enseñó que para escribir solo se necesita enamorarse de una ciudad o, por lo menos, creer que esa ciudad nos corresponde. Tampoco es que me vaya para engañarla con otra; lo que quiero es aprender a escribir, y como todo el mundo dice que allá lejos es donde pasan las cosas, pues allá lejos me estoy yendo. Eso sí, una vez llegue, voy a pedirles a los profesores que me enseñen a contradecir, que me enseñen a seguir hablando de Bogotá, aunque todo el mundo continúe sin entenderla. Porque es que en Bogotá cabe el universo, solo que para verlo hay que hacerse un poquito más lejos.
Por algo Borges decía que aquí el frío le quemaba la nariz y le daba nuevas sensaciones de vida. Por algo Mario Mendoza y Santiago Gamboa confiesan haber compartido la obsesión de narrarla. En su etapa universitaria, a sus diecitantos, se la pasaban preguntándose cómo iban a hacer en sus novelas. Debatían si usar o no Unicentro porque les inquietaba la idea de meter un lugar con un nombre así en la literatura. Sin embargo, para ambos estaba claro lo que Bogotá era como espacio, personaje y narradora.
Corríjanme si estoy mal, pero no hay quién mejor cuente la Séptima que esos dos. No conozco ningún escritor que, habiendo vivido más de tres décadas en el extranjero, se sepa tan de memoria cada cuadra de la ciudad como Gamboa. Mucho menos alguien que, como Mendoza, invoque y devuelva al más allá la Bogotá nocturna. En sus libros se expone lo más innegable de la sociedad capitalina: ese clasismo insaciable que atrinchera los barrios y corroe las cuadras. Bogotá es lo que es porque lo que pasa entre la 127 y la 72 da un fresquito a quienes hablan de eso. Si la dirección mencionada tiene un número más o menos, la conversación de pronto estorba y el silencio es ácido. Cabe recordar que cuando las manifestaciones pasaron más allá de la 100 y amenazaron con entrarse a los conjuntos, la gente bien se dio cuenta de qué era vivir en un país de víctimas.
El problema con una ciudad que se cementa así es que los demás no son los nuestros, son los otros, los que intentan alcanzarnos, pero donde nosotros no queremos estar. Incluso reconociendo eso, mentiría si dijera que he hecho amigos que no se vean como yo, que no hablen como yo, que no vengan de familias como la mía o no se hayan graduado de Los Andes o La Javeriana. Con todo y eso, cuando estoy entre los que se parecen a mí, me persigue el pánico de pronunciar mal el inglés y que se den cuenta de que no salí de colegio bilingüe. La verdad es que, si he hecho amigos de otros lados, si he atravesado Bogotá, ha sido por leer a Mendoza y Gamboa.
Cuando a Gamboa le preguntaron por qué volvía a escribir de los mismos personajes, él respondió que por la misma razón que los directores trabajaban con los mismos actores. Me pregunto yo si de eso también se trata quedarse en un sitio: si la ciudad en la que vivimos no es realmente el personaje principal y nosotros solo nos robamos pedacitos de su trama. Encima, si uno comparte vida con ella, ¿lo que nos pasa es correspondencia o podemos encendernos con cualquier cosa en cualquier parte y no añorar quedarnos?
No tengo suficiente determinación para resolver la incógnita del origen y la identidad, pero quiero creer que sí somos de los lugares que nos inventan, de los lugares donde en algún cruce una anécdota nos encuentra y reafirma. Los lugares que nos hacen darnos cuenta de que somos nosotros, y no alguien más, quienes están andando por esas calles.
Quizás se necesita mucho para tener de lado al azar. A lo mejor, y como muchos creen, no se necesita nada porque no existe. Yo peco de nuevo porque sí quiero clavarme en la certeza. Por algo en Bogotá hice mi infancia, mi adolescencia y gran parte de mi juventud. Por algo mi abuelo vivía después de la punta más norte de la Séptima. Por algo mi abuela, después de la punta más sur. Fue recorriendo esa montaña que aprendí qué es el tiempo y la distancia. Dependiendo de dónde iba, sabía qué tan cerca en el recuerdo estaba de mi colegio, de mis amigas, de mi primer novio, los que le siguieron y de los que ojalá hubieran sido algo más. En realidad, por esa montaña, por la Séptima, aprendí a extrañar.
Entonces, si a un lugar lo hace su gente, debe haber algo que corra la voz, algo que siga uniéndonos a todos en la historia que nos contamos para que un lugar sea ese. No sé si Bogotá es lo que dicen los grafiteros, los cantantes del Transmilenio, las 200 librerías o las quién sabe cuántas esquinas de libros usados. Sin embargo, ahí están las personas que ponen los libros y, a su vez, las personas por las que los autores terminaron escribiendo. A lo mejor una ciudad es en lo que termina convirtiéndose el tiempo: lo que pasó sigue pasando porque la gente tiene lugares a donde ir para hacer que más cosas pasen.
Que bien escribes, haces evocar lugares,olores....
Camiii! leerte evocando lugares y trayendo recuerdos, cómo no trasladarse y sentirse parte, protagonistas de tu escrito, conectando con algo tal vez tan obvio pero tan olvidado, no somos de dónde nacemos, sino de dónde nos hacemos… maravilloso! 😊🙌🏻
Dios te bendiga siempre y Dios tiene un propósito en ti, sigue adelante de la mano de el
Que deleite leerte Cami. Este artículo me deja con esa misma sensación de reflexión que me producen los constrastes sociales que describes de nuestra Bogotá. Que ciudad, que gente, y que valioso escribirla y reescribirla las veces que sea necesario
Cómo cuando me preguntan vivo a dos horas de mi Bogota