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La democracia está enferma en América Latina

  • Gustavo Melo Barrera
  • 24 oct
  • 4 Min. de lectura

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Desde Alaska hasta Tierra del Fuego, el continente americano atraviesa un momento de inflexión. No se trata solo de crisis aisladas, sino de un patrón en el que la democracia —ese sistema que muchos creían fuerte para soportar cualquier embate— muestra signos de fatiga, de erosión, de vulnerabilidad. Y cuando la democracia se debilita, no lo hace en silencio: los síntomas son claros y alarmantes.


En América Latina, la pasión democrática del cambio ha dado paso a la desilusión. Como lo resume el politólogo argentino-chileno, Gerardo L. Munck, en un texto reciente, “la región está inmersa en un contexto político de desconfianza; específicamente, el ánimo social muestra severos síntomas de desafección frente a las instituciones políticas”.


Según el análisis del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, la región enfrenta un problema doble: elecciones relativamente frecuentes, pero un Estado de derecho débil, instituciones de control que no funcionan, y una ciudadanía que ya no cree en la capacidad del sistema para proteger sus derechos.


El resultado es un caldo de cultivo para liderazgos populistas, la concentración de poder, reformas constitucionales sin contrapesos, y un ciudadano que ve que votar ya no es garantía de cambio. En palabras de Felipe Estefan: “Una democracia no es sólo votos, sin representación real y diversidad no hay democracia verdadera. En América Latina los niveles de desigualdad son tan amplios que tenemos una crisis de representación”.


En Norteamérica —y en particular en los Estados Unidos—, el escenario tampoco es tranquilizador. Según el científico político Lee Drutman, “Tenemos este 50/50 de política en el que las elecciones pueden depender de unos pocos miles de votos… y los bandos han llegado a creer que el sistema electoral no es legítimo”. La polarización institucional acelerada, el descrédito del “otro lado”, la idea de que ganar o perder una elección es cuestión de vida o muerte de la nación, han convertido la política en un estallido permanente.

Cuando la democracia deja de ser percibida como la mejor opción —o incluso como la única— los peligros se multiplican. En Latinoamérica, los datos son duros: el índice de apoyo a la democracia cayó de 63 % en 2010 a apenas 48 % en 2023. Ello abre la puerta a aceptar formas de gobierno más autoritarias, nostalgias hacia “un hombre fuerte”, desprecio de los procesos complejos y respeto limitado por las normas.


El debilitamiento del Estado de derecho y el desfase entre elecciones y gobernabilidad favorecen que la respuesta a la inseguridad o a la desigualdad venga por la mano dura y no por la institucionalidad. En Norteamérica, la erosión de las normas democráticas —manipulación electoral, baja confianza, desinformación— incrementa el riesgo de una implosión política. Los expertos advierten que no hay nada inevitable en la democracia: “No hay nada permanente sobre la democracia”, dice el filósofo Robert Talisse.

Para los periodistas esto es una señal roja: la paz no se limita a la ausencia de violencia física, sino también al fragor de una política donde la palabra pierde valor y los antagonismos superan al diálogo.


Pero entonces, ¿Cuál es la “enfermedad? Podríamos enunciar varios síntomas: 1) Falta de confianza en las instituciones, 2) Brecha entre sistema y ciudadanía, 3) Concentración del poder y debilitamiento de los contrapesos, 4) Polarización extrema que convierte la política en combate existencial.


En Latinoamérica, como señala Gerardo L. Munck, los “problemas de la democracia” se combinan con los “problemas para la democracia”: la incapacidad de que las instituciones respondan produce que los ciudadanos ya no las respeten.


En Norteamérica, estamos ante una simbiosis peligrosa: partidos que alimentan la idea de que el adversario es ilegítimo, ciudadanos que comparten esa visión y estructuras que la amplifican. Lee Drutman denuncia ese “doom loop” (círculo de fatalidad) donde dos bandos irreconciliables alimentan el fracaso del sistema.


En suma, la “enfermedad” es sistémica. No es sólo un líder que excede sus facultades, sino un sistema que permite que eso ocurra y una ciudadanía que ya no se moviliza —o lo hace para extremos—. Para revertir la tendencia hacia la regresión democrática hace falta un abordaje múltiple. Algunos ejes clave:


* Fortalecer el Estado de derecho, la independencia de la judicatura, la transparencia y los controles institucionales. En Latinoamérica esto es prioritario: “Mientras no se establezca el Estado de derecho, la democracia estará bajo amenaza”, resume un análisis de Brookings.


* Reformar las dinámicas electorales y partidistas. En EE.UU., Lee Drutman aboga por sistemas de representación proporcional o distritos múltiples para romper la rigidez del sistema binario.


* Reforzar el vínculo democrático real: no basta con votar; los ciudadanos esperan resultados, inclusión, representación. En América Latina, la gran desigualdad mina ese vínculo.

 

* Recuperar la centralidad de la prensa libre y rigurosa. Los periodistas tenemos un rol esencial: exponer cuando las instituciones fallan, contextualizar más allá del titular, promover el debate informado y del buen periodismo —un antídoto frente a la polarización y al populismo.


* Fomentar una cultura democrática renovada: aceptar la diferencia, retomar la deliberación como instrumento cívico y no solo la confrontación. Como apuntó Emmanuel Rahm, “la polarización es una elección, no un destino”.


La libertad —como valor, como práctica institucional— está en riesgo si la democracia se debilita. Cuando los mecanismos de control pierden fuerza, cuando la oposición es golpeada sin freno, cuando la ciudadanía duda del proceso, la libertad sufre. En América Latina ese peligro es inmediato; en Norteamérica puede parecer lejano, pero está latente.


Si se busca que la libertad sobreviva, debe ser vista como una conquista diaria, no como un legado seguro. Y para ello se necesitan sociedades informadas, instituciones fuertes, periodistas comprometidos con la verdad y ciudadanos que vuelvan a creer y participar. La democracia es un imperativo: la paz sin libertad es un espejismo; la libertad sin democracia es una fragilidad. El reto es común: revertir la enfermedad democrática antes de que se vuelva irreversible.

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