Iván Cepeda: el rostro de las vidas con lucha
- Ricardo Villa Sánchez
- 28 oct
- 5 Min. de lectura

A veces la memoria se extravía como una cometa entre los cables de la historia. Uno la busca en los cajones del alma, en los archivos del Estado, en los testimonios de los sobrevivientes, hasta que, de pronto, aparece: doblada, herida, pero viva. Cuando vuelve a elevarse, se convierte en bandera y en viento. Así sentí la jornada del 26 de octubre, cuando el Pacto Histórico celebró su consulta e Iván Cepeda Castro, con el 65,15 % de los votos —más de 1 millón 400 mil—, fue elegido su candidato presidencial. No fue solo una elección: fue un acto de memoria.
La historia de Cepeda no se puede separar de la historia de Colombia, ni de la mía. Los dos fuimos hijos de hombres de palabra y de tribuna, de políticos de izquierda que creyeron en la democracia y pagaron con su vida, esa convicción. Manuel Cepeda Vargas, dirigente de la Unión Patriótica, asesinado en 1994. Ricardo Villa Salcedo, mi padre, congresista liberal, asesinado también en los años de la represión del Baile Rojo, cuando pensar diferente equivalía a una sentencia. Ambos soñaron con un país donde la política no fuera una condena. Y aquí estamos, sus hijos, caminando entre los escombros de aquella generación para intentar, desde el verbo, lo que ellos no pudieron en otras coyunturas de la espiral de la vida: que la justicia sea la forma más alta del amor.
Nos conocimos hace casi dos décadas, cuando coincidimos en el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, MOVICE. Él, ya un líder consolidado de los movimientos sociales, con la serenidad de quien ha visto la muerte y aún cree en la vida; yo, apenas arando en el mar, buscando entre archivos y palabras una forma de volver a creer y lleno de ganas y activismo.
Cepeda hablaba con voz pausada de reconciliación y dignidad y siempre con la erudición del que ha leído todos los libros que han caído en sus manos; yo escribía con rabia contenida, intentando darle sentido al absurdo de un país que entierra a sus mejores hombres. Desde entonces comprendí que la memoria no es un lamento: es una tarea política, una forma de amor por lo que aún puede ser.
Esa historia volvió a tocar tierra en las urnas: Cepeda no solo ganó una consulta, reivindicó el derecho de los huérfanos políticos y testigos de oídas, a volver a creer. Detrás del tarjetón se alzaban las cometas de miles de familias que nunca renunciaron a la justicia.
Como toda victoria moral, el resultado llegó con advertencia: apenas 2,2 millones de participantes, un 5,3 % del censo, 61 % menos que en 2022. El pueblo progresista votó con el alma, pero no con el cuerpo. La izquierda ganó su candidato, pero perdió músculo de calle. El progresismo, que en 2022 fue torrente, ahora es un río más sereno, que necesita nuevos afluentes: jóvenes, mujeres, clases medias, influencers, organizaciones transversales, creyentes de la esperanza. Desde una lente gramsciana, la jornada no fue una derrota: fue una guerra de posiciones ganada en el terreno moral, aunque todavía no en el cultural.
La derecha conserva la hegemonía del miedo —esa maquinaria simbólica que reduce toda diferencia a amenaza—, pero el progresismo conserva la semilla de un nuevo sentido común: que la paz es más rentable que la guerra. La apertura democrática más fuerte que la económica. Que la convergencia es el camino a la continuidad del proyecto colectivo de cambio. La tarea ahora es convertir esa ética en cultura política viva, que respire en la calle, en la escuela, en la pantalla de un teléfono.
Aún hay señales de desarrollo. Se ha logrado capitalizar los avances del gobierno del cambio en la arena política. La reforma agraria, ha sido caja de resonancia, y se está ganando de nuevo a la población campesina. En los territorios, la entrega y formalización de tierras se lee como acto de justicia y de soberanía, no como imposición ideológica. Esa confianza rural puede convertirse en el cimiento de un nuevo pacto social: la tierra como derecho, la paz como horizonte, la dignidad como promesa. Cepeda, por su historia de defensa a las víctimas, es el puente entre esa justicia y la esperanza, entre el campo olvidado y la nación que se rehace.
Pero no basta con el campo: la política necesita viento urbano. El abstencionismo en Bogotá y las principales ciudades, exige reconexión con las juventudes que alguna vez marcharon con tambores en el estallido social pero que ahora habitan el ciberespacio y el metaverso. Sobre todo, recordar que el buen sentido de la política nace de la fraternidad, de la amistad, del afecto y de propuestas realizables para profundizar la democracia, construir paz con justicia social, y dar soluciones reales a problemas reales.
También que uno de los ejes de la nueva militancia está en TikTok, en las redes sociales, en los colectivos ambientales, en los cafés universitarios, donde la política se conversa con música. Si el progresismo quiere volver a ser multitud, debe entender que la revolución cultural del siglo XXI es digital y emocional. No se trata de convertir a Cepeda en influencer, sino de convertir la coherencia en tendencia. Que la ética se vuelva viral.
El desafío, parte de pasar de la resistencia a la gobernabilidad democrática; del recuerdo doloroso al proyecto colectivo. Para ello, la candidatura de Cepeda articula tres fuerzas: la ética del testimonio, la organización del Frente Amplio y la movilización cultural. Es decir: ideología, estructura y emoción.
Ese modelo de programa, organización y agitación debe replicarse en las candidaturas al congreso de la República y luego en las de mítaca o las territoriales: gobernaciones, alcaldías, asambleas y concejos. Acumular y ganar espacios con sentido común político.
La continuidad del proyecto progresista no depende de una figura, sino de una red de liderazgos ciudadanos que expresen la diversidad del país. Los partidos del Frente Amplio —Pacto Histórico, Progresistas, Colombia Humana, Unitarios, las disidencias Verdes, fuerzas liberales de bases sociales y hasta uribistas arrepentidos— deben garantizar democracia interna real, enlaces serios y claros con la ciudadanía, consultas transparentes, apertura a movimientos sociales y, sobre todo, una ciudadanía activa que sienta que gobernar también le pertenece y le nace.
La paz completa, como diría Mandela, solo será posible si la democracia también es total: no la que se dirige desde el centro, sino la que se edifica desde abajo: con campesinos, maestros, jóvenes, autoridades étnicas y religiosas y con las víctimas como sujetos políticos, no como espectadores. Ese es el nuevo ciclo que comienza: una política humanista, garantista, de convergencia, con rostro, voz, programa, proyecto nacional y corazón.
Si la cometa de la memoria que soltamos hace años vuelve a elevarse, será porque esta vez la sostiene un pueblo entero, diverso, activo, incluyente; ciudadanías libres, clase trabajadora, y soñadores vitales, que aprendieron a gobernar sin miedo y para las mayorías.
Si algo nos enseñaron nuestros padres —los de sangre y los de historia— es que la política solo tiene sentido cuando se hace con el alma limpia y el corazón abierto, y, sobre todo, sin ambigüedades.
Iván Cepeda tiene esa oportunidad: transformar la memoria en proyecto, la resistencia en gobierno, la justicia en afecto, para la continuidad y consolidación del proyecto que encarna el presidente Gustavo Petro.
Este país ya no necesita héroes, sino gente decente que haga lo correcto. Quizás como en mi poema En el aire, la memoria vuelva a volar sobre nosotros: libre, luminosa, con una sola palabra escrita en su tela: Nunca más, y para la paz, la democracia y para la vida: siempre más.
