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Escribir a los 70

  • Juan Antonio Pizarro Leongomez
  • 20 nov
  • 4 Min. de lectura

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Después de toda una vida involucrado en otros temas, la escribidera me cogió a los setenta. Tenía sí antecedentes previos, nada auspiciosos: en mi adolescencia, cuando rondaba los catorce o quince años, escribí un par de comedias teatrales que representamos en nuestra finca de Dapa con mis hermanos y algún amigo en las vacaciones largas, que en Cali eran entre junio y septiembre; por esa misma época le metí mano a una novela que no llegó a la página quince; y, más adelante, en la universidad, cometí  un par de poemas que no pasaron el ojo crítico de mi hermano Eduardo quien, sin vacilar, sentenció: “Juan Antonio, como poeta vas a ser un gran abogado”, con lo que se descachó, pues, a pesar de terminar derecho nunca ejercí como jurista, para bien del país que se salvó de otro leguleyo mediocre.


A mediados de la década pasada, retomé el gusto por la escritura violando la promesa hecha a Eduardo de no volver a escribir poesía. De alguna parte me brotaron cincuenta y un poemas, que escribí totalmente en mi celular en la medida en que aparecían:  despertándome a medianoche, caminando por las calles de Bogotá o mirando a los cerros desde el apartamento donde vivíamos en San Diego. En esta ocasión no me sometí a la crítica literaria, y los versos se cometieron, pero nunca salieron a la luz pública. Solo yo y, quizás, un burócrata del registro de propiedad intelectual, los leímos echándolos rápidamente al cajón del olvido.


Al llegar a Cartagena, donde Anamarta y yo, ya jubilados, decidimos venirnos a vivir huyendo de la gran urbe bogotana, escribí un libro de cuentos y uno de relatos históricos, además de un número indeterminado de artículos de prensa. Vale decir, que cuando a mediados del año 2021, inicié la escritura de una novela ya había cumplido con uno de los requisitos previos para hacerlo: soltar la mano, a punta de escribir, escribir y escribir.


En septiembre del 2021 le envié por correo electrónico a mi amigo Jorge Molina Villegas los primeros párrafos de lo que terminaría siendo cuatro años más adelante Las bocas del silencio, mi primera novela publicada por Yarumo Libros. Esos párrafos, que empiezan con el que traigo a continuación, son el comienzo de la novela y nunca cambiaron:

«Nací, según contó mi abuelo, en una casa de Gimaní un 1° de enero del año de 1800, de madre puta y de padre desconocido. No me lo dijo con bronca, tampoco con rencor. Era un hecho que quería de­jar claro, para que yo no dudara de mis orígenes sabiendo cuál era exactamente mi lugar en el gran orden del cosmos. Y, de paso, en la sociedad donde había nacido.»


Hoy cuando miro la impecable edición de mi novela con una bella carátula con el dibujo de mi hijo Mateo, pienso que este libro solo podía ser escrito por mí a la edad que tengo, en la ciudad donde vivo y con las personas que me rodean. Cualquier intento anterior habría terminado como el de la adolescencia: fallido. En Las bocas de silencio, que no es autobiográfica por imposibilidad física, cabe mucho de mi vida, de la vida de mis amigos y conocidos y de muchos desconocidos, que, sin saberlo aportamos a la trama y a los personajes de la novela.


De esos desconocidos nacen personajes como el amigo grande y con voz chillona del narrador, que le da una paliza por no entregar la carta a su amada. O la mujer, que, en medio del sitio de Morillo, recorre las calles de la ciudad amurallada rezando, rosario en mano, padrenuestros y avemarías en busca de la ayuda celestial.


También la novela permite introducir, de ladito, sin querer queriendo, conceptos sobre la vida y la historia que he ido desarrollando y atesorando a través de los años, como estos ejemplos de cuatro apartes de la novela:


«Sabes que tienes razón, en esta pelea el pue­blo no ha participado para nada, ni ha dicho esta boca es mía. Es curioso, todos los involucrados en esta batalla, unos por mantener el statu quo, es de­cir las cosas como están, y otros, entre quienes me incluyo, por transformarlo, siempre hablamos en nombre del pueblo, pero rara vez lo escuchamos.»


«El problema con los paraísos es que la per­fección, repetida hora a hora, día a día, cansa. Los humanos no estamos hechos para vivir la perfec­ción, sino para construirla, así nos cueste trabajos, pesares y lágrimas.»


«Los machos del barrio se sintieron apoyados por la Divinidad y para que no quedaran dudas acerca de la verdad de las palabras del párroco, hi­cieron entrar a golpes la epístola en la cabeza de las mujeres más rebeldes y ariscas.»


«Así es mi rostro… sin la máscara que todos los días debo llevar en la otra casa, en el otro barrio, en la otra sociedad. En ninguna de las tres me aceptan sin esa máscara que me construyeron día a día mis padres, mis parientes, mis maestros, mis amigos, mis colegas y tu madre. Una máscara de respetabilidad, de distancia, de modelo social que no respondía a mi realidad, ni a la de nuestra fa­milia, ni mucho menos a la de nuestra sociedad. A todos se nos llena la boca hablando de que so­mos cristianos, que amamos y respetamos a nues­tros prójimos, cuando en verdad nos importan un carajo.»



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No es común que alguien publique la primera novela a los setenta y siete años, pero, en mi caso, a esa edad fue cuando se me dio y cuando pude. Antes no tenía la madurez, ni el oficio para hacerlo. También es cierto que desde que conocí a Quincas Berrido de Agua, personaje maravilloso de Jorge Amado, por allá en los años setenta del siglo XX, hice mías las últimas palabras que pronunció antes de su segunda y definitiva muerte: “Imposibles no hay”.



(*) Juan Antonio vive hoy en Cartagena de Indias donde está dedicado a la lectura y a la escritura. Su novela Las bocas del silencio, editada por Yarumo Libros, fue publicada en octubre de este año 2025.

 

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