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Dinier S. Sandoval Cardona

El discurso del odio.

La nueva tendencia ideológica de los Parlamentos modernos. (Primera Parte)


1-    La libertad de expresión. Breves acotaciones de un derecho.

 

La libertad de expresión constituye el pilar más importante de las democracias modernas. Sin esta libertad, el flujo de ideas sería imposible para descubrir la verdad. Esta libertad, que se encuentra consagrada en todas las democracias constitucionales, en el pasado fue objeto de la censura y de prohibiciones por parte de los más temibles absolutismos políticos, (Anciem Regim), que persiguieron con prisión y destierro a todos aquellos que se atrevían a disentir de su régimen de privilegios.


Para la sociedad estamental que representaba el antiguo régimen, la palabra escrita y verbal se constituía en una amenaza subversiva a la que había que prohibir, con el objeto de mantener intactos los viejos privilegios a través del secretismo que representaban los famosos arcana imperi, como los sostuvo Norberto Bobbio[1], y que caracterizaron al absolutismo regio. Su consigna, por tanto, fue hurtar a la supervisión del público cualquier información.


Para derrumbar las murallas del poder del antiguo régimen y combatir la censura, los clásicos liberales de la ilustración, solo pudieron expresar sus ideas políticas desde la clandestinidad, bajo nombres supuestos, cuestionando las arbitrariedades de la monarquía, a través de panfletos y libelos.


Sin embargo, la información que difuminaron aquellos adalides de las libertades públicas, en una sociedad cansada por el abuso del poder y el dominio de los privilegios del antiguo régimen, provocaron la reacción del pueblo contra la opresión y una ruptura contra un despotismo estamental, que sometía al ciudadano a una degradante servidumbre carente de derechos.


Como resultado de esta lucha contra la opresión, fruto de la revolución francesa, se adoptó por parte de la Asamblea Constituyente de 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en la cual se consagraba la libre expresión del pensamiento como un derecho natural, inalienable e inviolable.


A partir de esa época, la libre expresión alcanzó a tomar los perfiles de un poder ciudadano en su dimensión política y constitucional.


2. La libre expresión parlamentaria, prerrogativas y obligaciones para los legisladores.


La libre expresión parlamentaria, es un derecho de los legisladores en todas las democracias constitucionales. Su ejercicio implica promover el debate público sobre la base del respeto al Pluralismo Ideológico y Político. Por tanto, en las democracias liberales, los congresos y parlamentos son el espacio natural del debate de ideas y concepciones sobre el individuo y la sociedad.


En este foro público, se hace posible que la información sobre los asuntos públicos se constituya en un verdadero contrapoder sobre los actos de los gobernantes y puedan expedirse las mejores leyes que cualquier sociedad reclama para una fructífera convivencia.


Este derecho habilita a los parlamentarios en las democracias constitucionales a promover debates sobre los actos del gobierno, a deliberar propuestas legislativas; para ello, los legisladores disponen del poder de la palabra para exponer los mejores argumentos, en defensa de sus tesis y posiciones políticas.


Los legisladores en su función constitucional de agentes de un poder público constituido, tienen, por tanto, la responsabilidad y el deber de contribuir a formar una opinión pública, veraz y responsable, reivindicando el derecho ciudadano a ser informado sobre las decisiones que se tomen en favor del Estado y que afecten el interés público.


Sin embargo, en la actualidad, en muchos congresos y parlamentos, sus miembros apoyados, desde luego, en su libertad de palabra, vienen empleando un lenguaje extremista y de odio para defender sus ideas, lo que riñe abiertamente con lo tolerable en una democracia.


Las deliberaciones en las grandes asambleas del mundo, se manifiestan contaminadas de la arrogancia intelectual de unos legisladores; por los abusos del derecho a la palabra, con serios signos de fanatismos y fundamentalismo.


El lenguaje parlamentario, en estas condiciones, muy lejos de someterse a la dialéctica de la confrontación de ideas, busca denostar al adversario a través del insulto y la injuria cargada de odio, lo cual desnaturaliza el auténtico discurso parlamentario, en la medida en que la palabra en los parlamentos ha rebasado la línea de la corrección, de la discusión pública acerca de los asuntos de Estado para caer en la “banalización” del discurso del odio.


Esto resulta tan evidente, que, en la mayor parte de las democracias del mundo, el discurso parlamentario se encuentra infectado de un creciente odio contra las minorías, producto de concepciones de nacionalismos extremos, xenófobos, antiislamistas, que cuando acceden al gobierno, desembocan en autoritarismo desembozado.


Este fenómeno que se expande sin pausa, viene multiplicando sus adeptos, con la aparición de líderes y parlamentarios que responden a estas tendencias. Su principal exponente en la política mundial, sin duda, ha sido Donald Trump, quien fiel a su ideología enmarcada en una ultraderecha conservadora, no ahorró esfuerzo para desplegar fuertes medidas anti inmigratorias e impedir que indocumentados e inmigrantes de la periferia latinoamericana pudiesen lograr el “sueño americano”.


En ese propósito, y coherente con su ideología neofascista, no se olvida la infamia de pretender levantar un muro en la frontera con México para desfogar su aporofobia, el odio al inmigrante pobre, para emplear el preciso término de Adela Cortina.


Le siguen en esa línea de pensamiento, lideres de ultraderecha europea, con asiento en el Parlamento Europeo, proclives fervientes de la doctrina nacionalistas y populistas, que postulan el credo del odio al inmigrante. Sus más destacados y sobresalientes miembros se encuentran comprometidos con el nuevo pensamiento europeo de “Identidad y Democracia” que agrupa a once partidos políticos europeos que responden a una derecha recalcitrante, dentro de la cual se destacan “la Lega (Italia) de Mateo Salvini, el Rassemblement National (Francia) de Marine Le Pen, la Alternative Fur Deutsschland (Alemana) y el Partido Voor de Vrijheid (PVV) o Partido por la libertad de Holanda. Estos partidos políticos, como atinadamente lo señala Baltazar Garzón, coinciden en el rechazo a la inmigración a través de “la falacia de la identidad cultural, en contra de los cultos y tradiciones ajenas a sus valores “cristianos”.


Otras organizaciones políticas infectadas de odio a lo distinto, también se encuentran alineadas en ese propósito de rechazar al emigrante que no contribuya al PIB nacional, entre ellos el Movimiento 5 estrellas de Italia y VOX de España, este último heredero legítimo del fascismo franquista.


La lista es numerosa de nuevos y viejos líderes y partidos políticos en Europa, que valiéndose de las libertades públicas que ofrece la democracia, ponen de manifiesto el falso discurso de la identidad nacional, para esconder sus verdaderas intenciones cargadas de odio contra el diferente.


Si tomamos en serio la nueva realidad mundial, que se multiplica a toda velocidad en todas las sociedades del mundo, -principalmente en los países de avanzada economías de mercado, que conforman la unión europea y los Estados Unidos-, resulta urgente enfrentar esta nueva patología de la democracia, que viene socavando sus cimientos.

 

3. El lenguaje del odio en la libre expresión parlamentaria. Una nueva patología de la democracia moderna.


 Despojados de sus verdaderas responsabilidades, los parlamentos que antes eran considerados auténticos “foros públicos”, han pasado a convertirse, peyorativamente, en centros de “charlas ociosas”, donde la mayoría de sus miembros, sin ninguna preparación política responden más a sus intereses personales y corporativos que a sus deberes constitucionales. Sus críticos se quejan de que los Parlamentos están convertidos en simples medios para oficializar las políticas gubernamentales, “una hoja de parra de legitimidad para cubrir las tendencias autocráticas de aquellos que ostentan realmente el poder”[2].


La denuncia puede resultar un poco exagerada, pero el hecho de sustituir la obligación constitucional de deliberar sobre los asuntos del Estado, por los debates e intervenciones descalificatorias del oponente, ya es por si mismo, una tara que las democracias modernas vienen arrastrando desde hace un tiempo.

 Hoy la libre expresión de los poderosos, en especial de los legisladores, “viene siendo utilizada con consecuencias nefastas para las que no tienen voz”[3], es decir, contra las minorías, las cuales son destinatarias de encendidas manifestaciones de incitación al odio racial, ideológico y a la violencia.


No han sido pocos los ejemplos de muchos políticos que, en el ejercicio de la libertad de expresión parlamentaria, acusan abiertamente y sin ningún límite, a todos los árabes de islamitas o a la gente de color como traficantes de drogas, creando un estigma sobre ellos, que les niega la oportunidad de encontrar un trabajo digno y expuestos al linchamiento público.


No le falto razón al teórico, Edmund Burke, como miembro del Parlamento británico en 1774, cuando convencido de las pasiones e intereses egoístas que animaban a sus pares, acertadamente sostuvo,

“que la opinión imparcial, el juicio maduro y la conciencia educada de un parlamentario, no debería sacrificarse a intereses distintos a los que lo obliga la nación".


El parlamento no es un congreso de embajadores con intereses distintos y hostiles, unos intereses que cada uno debe defender, como agente y como abogado, contra otros agentes y abogados; sino que un parlamento es una asamblea deliberativa de una nación, con un único interés, el de la totalidad, donde ningún propósito ni prejuicio debería guiarlos, sino solo el bien general resultante de la razón general de la totalidad. Ustedes ciertamente eligen a un parlamentario, pero una vez nombrado, ya no es un electo de Bristol, sino un miembro del parlamento.” ( discurso tomado, 50 cosas que hay que saber sobre política[4]. Ben Dupre. Pg, 130).


Bajo las condiciones atrás descritas, los Parlamentos vienen alejándose de su compromiso con una democracia pluralista, que los ha conducido a una decadencia mortecina, situándolos como una de las instituciones públicas de mayor resistencia por parte de la opinión pública. No sin razón, en la medida que las energías parlamentarias se concentran en el vituperio y la vulgata populista y xenofóbica y no en la configuración legal de los principios constitucionales y los derechos fundamentales.


 No solo eso. El desprestigio de los Parlamentos también se manifiesta en una conducta legiferante que repercute en una pésima calidad y contenido de las leyes que expide. La ley en sentido formal, ha perdido su carácter general, abstracto e impersonal para ser remplazadas por leyes “ad personam” destinadas a satisfacer intereses egoístas o corporativos.  La generalidad, que es la esencia de la ley en el Estado de Derecho, que debe irradiar a todos por igual, ha hecho crisis ante la influencia descontrolada de poderosos grupos de presión, que, a través de la práctica de cabildeos o viejos “lobbys”, logran que determinadas leyes tengan un desviado favoritismo en beneficio de ciertos intereses económicos dominantes.


Sobre este particular, con gran agudeza intelectual, se pronunció Gustavo Zagrebelsky [5], cuando indico lo siguiente.


“La época actual viene marcada por la pulverización del derecho legislativo, ocasionada por la multiplicación de leyes de carácter sectorial y temporal, es decir, de reducida generalidad o de bajo grado de abstracción, hasta el extremo de las leyes-medida y las meramente retroactivas, en las que no existe una intención regulativa en sentido propio: en lugar de normas, medidas.


Sintéticamente, las razones de la actual desaparición de las características “clásicas” de la ley pueden buscarse sobre todo en los caracteres de nuestra sociedad, condicionada por una amplia diversificación de grupos y estratos sociales que participan en el “mercado de las leyes”. De ahí la explosión de legislaciones sectoriales, con la consiguiente crisis del principio de generalidad”


En ese sentido, la creación de las leyes perdió toda autoridad, al travestirse sus fines, que ya no será el interés general, sino el beneficio de sectores o grupos particulares, lo cual difunde la convicción ciudadana de que la ley es una mentira institucional, que no es de todos, sino de unos pocos. O dicho en palabras del gran jurista italiano Piero Calamandrei:


“La ley es una bufonada, que pueden caerle a un tonto, pero que los truhanes esquivan y sortean, incluso directamente ignoran”[6] 


[1]Norberto Bobbio (El Futuro de la Democracia).

[2] Ben Dupre( 50 cosas que hay que saber de política, Pag, 127).

[3] Tzvetan Todorov. (Los enemigos íntimos de la Democracia”).

[4] Ben Dupre. Pg, 130.

[5] Gustavo Zagrebelsky, 8 (El derecho ductil, Pag 37. Editorial Trotta)

[6] PIERE CALAMANDREI  (Sin legalidad no hay libertad). Pag 67. Editorial Trotta.


*Abogado Especialista en Derecho Constitucional Comparado y Politólogo de las Universidades de Castilla La Mancha, (España) y Pisa Bolonia,( Italia) y del Instituto.Superiore di Formazione Político-Sociale di Calabria, del mismo país.  

 

 

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