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Algún día me hicieron imaginar

Foto del escritor: Camila Echeverri DuarteCamila Echeverri Duarte

No fui la niña a la que le leyeron antes de dormir. No fui la niña que cumplió con los reportes de libros. Tampoco fui la niña con una biblioteca que crecía a la par mío. Los libros llegaron por casualidad, y aunque no crecí viendo a mis adultos leer, todos en mi familia tienen que morderse la lengua para no contar historias. Mis papás, por su lado, apagaban la luz, acurrucaban a mi hermano junto a mí y, con su voz, alumbraban todos los rincones de nuestra imaginación. No repetían historias, no las basaban en fábulas conocidas, tampoco buscaban grandes finales. Con lo que de repente inventaban, solo querían darnos algo que guardar.


Por otra parte, cuando cualquiera de mis abuelas habla de sus días, los detalles brillan como si se abriera un joyero. Recuerdan todo y no se saltan nada. Cada conocido que se les atravesó en el camino tiene su porción de relato: de dónde vino, qué hizo con su plata, con quién se casó, de quién se divorció y cómo volvió a buscarlas. Si les cuento de mis dos tías, basta con decirles que una me ponía a recitar los poemas de Rafael Pombo, y así aprendí qué era la memoria. A la otra siempre la vi desempacar para volver a irse. Eso sí, nunca se iba sin antes contarnos que se desnudó en un escenario, que se puso nariz de payaso en los semáforos, que durmió junto a no sé cuántos artistas en un teatro que también era albergue. Así, en mi casa no hay lección para dar si no la atraviesa una historia, unos personajes o un chisme contado cual novela.


Les hablo de todo esto porque acabo de leer Persona Normal y Corazonadas, ambos libros del mexicano Benito Taibo. La historia trata de un sobrino que, al quedar huérfano, debe vivir con su peculiar tío. Persona Normal es narrado por el sobrino, y Corazonadas es el revés del punto de vista: Paco contando cómo la llegada de Sebastián cambió su vida. La perla de ambos libros es que vemos a Sebastián crecer gracias a los libros de su tío. Paco le regala su biblioteca, y desde ahí, cada capítulo es una carta de amor a la literatura. Pero, más allá del mapa literario que podrían llegar a ser ambas novelas, son realmente un despliegue de afecto, una exposición entrañable de que quienes nos enseñan a leer nos enseñan a vivir.


No pude evitar pensar en las personas que han extendido sus manos para entregarme un libro. Yo tenía siete años, pero con la fugaz lucidez que tienen los recuerdos de infancia, todavía me acuerdo del primer libro al que me hicieron llegar. Catire Valentín cuenta la historia de un jovencito llanero criado entre caballos, arpas y tiples. Es curioso pensar que él también queda huérfano y al cuidado de sus tíos. Luego sus primas lo visitan desde la capital y a punta de madrugar, arrear el ganado y trepar árboles para agarrar mangos, Catire les va mostrando su mundo. Sin embargo, el muchacho ignora que aunque le debe todo a su tierra, ahí no hay futuro que le alcance. 


Me sorprende que al recordar la historia todavía siento la inmensidad de andar a caballo, lo lejos que Catire llegaba con su mirada cuando se quedaba viendo el llano. A mis escasos siete, la autora, Nora Cecilia Navas, dio una charla en mi colegio. Es raro cómo la memoria guarda lo que guarda, pero en mi cabeza su voz aún suena con un dejo muy bello y a la vez roto. Algo como cuando el día de velitas la luz brilla al máximo porque está a punto de derretirse. Las cosas que Nora Cecilia dijo sonaron igual porque a ella se le murió su hijo. Quiso recordarlo, por eso escribió el libro. Todavía lo tengo en mi biblioteca, está firmado.


Años después, cuando los cuerpos de mis compañeros empezaron a hacer lo que nos explicaban en clase, nuestro salón empezó a oler y sonar más fuerte. Apenas si teníamos once o doce, pero, aún con la puerta cerrada, éramos una manada desbocada. Nuestra profesora era nueva, había trabajado toda su vida en colegio militar y estaba tan confrontada como nosotros. Nos llamaba por los apellidos cuando, en todos nuestros años juntos, nos habían enseñado a punta de ternura. El lema de mi colegio era “no es para la escuela sino para la vida”. Un día, la gritería hizo evidente lo lejos que estábamos de querernos. Ella se hizo frente al tablero, abrió un libro, leyó en voz alta la primera página y la jauría entera se calló. Desde entonces no importaba qué leyera, nos había domado. 


Creo que una de las grandes cosas que no dimensionamos al pensar en cuando éramos niños es que todo lo sentíamos por primera vez. Ese día cuando la profesora nos leyó, yo conocí el alivio. El dolor que llevaba semanas en los músculos se fue, también el que me imaginaba iba a sentir cuando tuviera cuerpo de mujer. A medida que las tardes de lectura continuaron, mis compañeros ponían sus maletas sobre los pupitres y se recostaban hasta dormirse. Era como si al contarnos esas historias nos regalaran tiempo; las cosas no tenían por qué cambiar tan rápido. Cuánta inocencia con la que habitábamos nuestros cuerpos. Cuánta inocencia nos costó dejarla.


Al pensar en cómo los libros llegan a nosotros, quiero creer en todas las suertes. Ya sea fe, mero azar o destino, pasamos nuestros días diciéndonos cosas; hablar no es otra cosa que necesitar un mensaje, y dejarlo por escrito es la única forma para que otros, sin importar cuándo, lo encuentren. Entonces, llegar a un libro puede que se trate de leer una carta muy larga, de pedir prestada otra vida o de que nos devuelvan lo que añoramos. Recuerdo que de niña vinieron de visita unos de esos tíos a los que se les dice tíos, pero no son hermanos de nadie. Él, un hombre que al abrir la boca era obvio que la usaba para gritarle a alguien. Ella, ese alguien. Como buen secreto de familia, todos sabíamos las otras cosas que le hacía. Cuando todos se fueron a dormir la siesta, la tía me sacó al patio y con un sigilo igual a como si me entregara las cosas con las que la golpeaba, me puso un libro entre las manos. Lo único que quería saber era si podía leerlo en secreto. 


Amigo se escribe con H era el libro que estábamos leyendo en primaria. Cuenta la historia de una niña que se siente invadida por su nuevo vecino y como puede intenta hacer que se vaya. Muy a su pesar, terminan caminando al colegio juntos y de tanto hablar, se hacen amigos. En una de esas conversaciones, discuten sobre sus temores y él le confiesa que le tiene miedo a la memoria. Antonia no entiende a qué se refiere H hasta que conoce a su abuela; es ella quien está perdiendo los recuerdos. Lo que a H le asusta es que su abuela lo olvide. Conforme su amistad continúa, Antonia se da cuenta de que querer es hacer recuerdos con alguien, que compartir memorias implica entonces que pueden olvidarse. Nunca llegaré a saber si fue eso lo que el libro le dijo a mi tía; sin embargo, en esa hora que duró escondida, se lo terminó todo. Ojalá que por leer sobre una niña sintiendo por primera vez, mi tía también hubiera quedado libre de pasado.


Si por cosas de la vida a alguno de ustedes también les asusta el olvido, cuenten historias y regalen libros. Veinte años después todavía me dejan marca todos los que un día me hicieron imaginar.


*Estudios de Redacción creativa digital. U, de los Andes. Estudios de actuación en Los Angeles (California). Docente Online en enseñanza de inglés.


1 Comment


Guest
Feb 07

Me encantó la narrativa de la historia, gracias por hacer que no olvidemos los recuerdos lindos y los libros que llegaron a nuestras manos en la infancia, los cuentos, las historias, hoy que soy abuela me refrescaste la memoria y tu llamado a transmitir.

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